Osvaldo Maciel Rayas
Cada año nuevo llega con sus propios cuestionamientos, pero algunos de ellos agitan los cimientos sobre los que nos mantenemos de pie con mayor fuerza que otros. El inicio de una nueva década o el agotamiento de un primer cuarto de siglo, como es el caso ahora, se nos presentan como coyunturas que invitan a poner la vida en perspectiva, a revisar el abanico de posibilidades que nos ofrece la existencia.
En las primeras páginas de “Un gesto del tiempo”, Katrhryn Yussoff sugiere que el descubrimiento de la cueva de Lascaux en 1940 representó un paliativo contra la rigidez de los totalitarismos de la época precisamente porque abría las posibilidades de lo humano. Cabe recordar que el descubrimiento del sitio se dio de manera fortuita en 1940 cuando el joven Marcel Ravidat, de apenas 18 años, paseaba con su perro “Robot” en las inmediaciones del pueblito de Montignac, al Suroeste de Francia. Luego de este primer avistamiento, Marcel invitó a tres de sus amigos para explorar el interior de las cavernas, las cuales resguardaban uno de los mayores tesoros artísticos que ha legado la especie humana: una serie de cámaras decoradas con pinturas de toros, caballos, ciervos, bisontes y otros animales. Las imágenes estaban increíblemente bien conservadas y resultaron ser obra de los habitantes del Paleolítico Superior, con una antigüedad de aproximadamente 17,000 años.
Mucho se ha especulado sobre el propósito de estas pinturas, pero los estudiosos parecen hallarse todavía lejos de llegar a un consenso. Es por ello que Yussoff encuentra una profunda potencia en este gesto del tiempo: el arte prehistórico irrumpiendo contra la tentativa homogeneizante impuesta por el “progreso” industrial que pregonaba el Tercer Reich y, en menor medida – agregaría yo –, los nacionalismos exaltados de las llamadas democracias liberales. En el momento mismo en que la ceguera de los dirigentes de Europa conducía a sus sociedades hacia las penumbras de la Segunda Guerra Mundial, un improvisado grupo de arqueólogos adolescentes le recordaba al mundo el enorme potencial del espíritu humano, capaz de trascender las barreras del tiempo, del espacio, de lo imaginable.
Una de las funciones de la mitología radica en personificar y dramatizar fenómenos y experiencias compartidas, a fin de crear relatos y narraciones que resulten más accesibles a la comprensión humana. Los antiguos griegos, por ejemplo, personificaron el tiempo de la oportunidad –el “gesto temporal”, diría Yussoff– en el dios Kairós. Kairós luce un largo mechón de cabello en la frente, mientras que su nuca está completamente calva. Este detalle simboliza su naturaleza fugaz y caprichosa; Kairós solo puede ser atrapado al frente, en el preciso instante en que se presenta. Una vez que ha pasado, su calvicie lo convierte en algo inasible, perdido para siempre. Kairós encarna el momento oportuno, ese instante irrepetible que, si somos capaces de reconocerlo y actuar con decisión, puede cambiar el rumbo de nuestro destino.
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Lascaux emerge así en el tiempo oportuno, como recubierta por un aura de divinidad que viene a iluminar épocas de oscuridad. La Historia tiene precisamente esa facultad: permite dotar de significado a sucesos aparentemente aleatorios, no tanto por el suceso en sí mismo, sino por el momento en que éste se produce. Un ejemplo más: el 30 de diciembre de 1968, la NASA publicó una imagen de nuestro planeta con el título Earthrise (El ascenso de la Tierra), la primera tomada por un ser humano desde el espacio exterior, en un momento en que la amenaza constante de la aniquilación nuclear dominaba la escena internacional, como para recordarnos la artificialidad de nuestras fronteras y la interdependencia del hogar que compartimos.
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Unos veinte años más tarde, hacia el final de la Guerra Fría, el astrónomo Carl Sagan –inspirado en una famosa fotografía de la Tierra tomada por el Voyager 1, a unos 6 mil millones de kilómetros de distancia– escribió lo siguiente:
Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos de los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada maestro de la moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí – en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol.
La Tierra es un escenario muy pequeño en la vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que en su gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades cometidas por los habitantes de una esquina del punto sobre los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina. Cuán frecuentes sus malentendidos, cuán ávidos están de matarse los unos a los otros, cómo de fervientes son sus odios. Nuestras posturas, nuestra importancia imaginaria, la ilusión de que ocupamos una posición privilegiada en el Universo... es desafiada por este punto de luz pálida.
Nuestro planeta es una solitaria mancha en la gran y envolvente penumbra cósmica. En nuestra oscuridad —en toda esta vastedad—, no hay ni un indicio de que vaya a llegar ayuda desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos. La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar. Visitar, sí. Asentarnos, aún no. Nos guste o no, por el momento la Tierra es donde tenemos que quedarnos. Se ha dicho que la astronomía es una formadora de humildad y carácter. Quizás no hay mejor demostración de la soberbia humana que esta imagen distante de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos más amablemente los unos a los otros y de preservar y apreciar el pálido punto azul, el único hogar que hemos conocido.
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Que este 2025 no solo nos traiga la materialización de nuestros propósitos, sino también miradas renovadas, frescas, nuevas perspectivas y posibilidades para una época que también lucha contra sus propias crisis (económicas, bélicas, climáticas, sociales, morales, geopolíticas). En este punto cabe recordar el pensamiento de Martin Heidegger (personaje polémico, por cierto, debido a su adhesión al proyecto nazi), quien no ve tanto a un “ser humano” esencial, sino a un “siendo humano”, situado en el tiempo; una suerte de proyecto en curso de realización, arrojado al mundo sin propósito predeterminado y, por ende, constantemente angustiado, es verdad, pero, por ello mismo, con todas sus posibilidades vitales por delante.
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